El código genético natural está compuesto de solo dos
pares de bases (el par A-T y el par G-C). Floyd Romesberg y sus colegas del
Instituto Scripps en La Jolla, en California, han añadido ahora el par
artificial d5SICSTP-dNaMPT. Ese tercer par de bases (o de letras) puede
replicarse e incorporarse en el ADN de una bacteria sin ser reconocido como una
anomalía, lo que demuestra que un organismo puede propagar establemente un
alfabeto genético expandido, con tres pares de bases en lugar de los dos
naturales.
La creación de vida artificial se acerca así un paso más,
después de la creación de los genomas completos de una bacteria y de un
cromosoma de la levadura, en ambos casos a partir de productos químicos de
bote. Pero el nuevo avance plantea cuestiones inéditas, y no solo para los
ingenieros. Por ejemplo, como el alfabeto ampliado permite construir genes y
proteínas con componentes nunca vistos en la naturaleza, ¿se pueden patentar
seres vivos con estas letras artificiales?
A estas alturas del siglo XXI sigue sin estar claro que
haya leyes universales de la biología, pero si alguna puede aspirar a ese
título es la naturaleza de la información genética. Desde la más humilde
bacteria hasta el lector de este artículo, todos los seres vivos del planeta
Tierra utilizan para ese propósito la doble hélice del ADN y un código genético
de cuatro ‘letras’ (a, g, t, c), las cuatro bases o nucleótidos con que se
escribe todo texto biológico, o “el lenguaje de Dios”, en la peculiar
nomenclatura del presidente Clinton.
Ese lenguaje de cuatro letras ha resultado muy servicial
a los seres vivos desde hace al menos 3.500 millones de años. Pero la razón,
sabemos ahora, no es que sea el único posible, porque la bacteria creada por
Romesberg y sus colegas parece funcionar igual de bien con seis letras que con
las cuatro naturales. Animados por este hecho, los científicos ya están
pensando en añadir aún más bases artificiales al código genético de sus
criaturas. Aunque no es eso, desde luego, lo que más prisa les corre.
El trabajo de Romesberg, que se presenta en Nature, es
una prueba de principio, pero tanto él como otros expertos en la emergente
disciplina de la biología sintética –el diseño de organismos a partir de
principios básicos— lo consideran un gran paso adelante. Creen que facilitará
mucho los objetivos a corto plazo de esta tecnología, que son la síntesis de
medicamentos, la producción de biocombustibles, la alimentación y la
regeneración de los entornos dañados por toda clase de vertidos.
La biología sintética pretende crear desde cero sistemas
biológicos –como circuitos genéticos, bacterias y células superiores— que no
existen en la naturaleza, y que están diseñados para algún propósito práctico
concreto. Pese a ser un campo de investigación con apenas 10 años de historia,
ya se ha apuntado algunos logros: bacterias que funcionan como biosensores;
otras que sintetizan artemisina (un fármaco contra la malaria), y una serie de
fagos (virus bacteriófagos, o que infectan a las bacterias) diseñados para
disolver los biofilms que forman los microorganismos.
Entre las perspectivas más inmediatas, los biólogos
biosintéticos se plantean facilitar la producción de más fármacos –cuyas rutas
sintéticas son a veces de una complejidad mareante, y de un precio disuasorio—,
y también etanol y otros productos útiles como combustibles.
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